MIRANDO UNA FOTO DE CAÍN

Guillermo Cabrera Infante (n. Gibara, 22/ 04/ 1929- m. Londres, 21/ 02/ 2005) figura hoy como uno de los grandes narradores de la literatura cubana. Habrá quien me rectifique y diga que uno de los grandes narradores del mundo, tomando en cuenta el premio Cervantes obtenido en 1997. Y me dirán que también como uno de los críticos de cine más sobresalientes del país. Pero en su caso (como en el de Borges, como en el de Bazin), la crítica de cine que escribía era, más que crítica, literatura. Narración donde el orden de las ideas no era el fin, sino el medio a través del cual describía el jubileo de “ver cine”. De “sentir el cine”. De manosearlo como se manosea un cuerpo que uno desea. Para Cabrera Infante, el cine fue una fiesta que siempre asoció a lo lúdico (¿o debo decir a lo lúbrico?), y no al frío racionalismo.

Los biógrafos de Caín (el primero de todos, Cabrera Infante) nos hablan de un jovenzuelo que a los doce años dejó atrás su natal Holguín, para descubrir deslumbrado a una Habana que se convierte, ya para siempre, en una droga. En esa Habana de más o menos 1948, todos los caminos de aquellos jóvenes que mostraban algún interés por el cine, parecían conducir a dos mozalbetes verdaderamente aglutinantes: Germán Puig y Ricardo Vigón.

Cabrera Infante pertenece a ese círculo de amigos que conoció de la influencia de ese dueto. Como Néstor Almendros. Como Titón. Y como tantos otros que con el tiempo alcanzarían notoriedad. Todos parecían empeñados en inventar una Habana de “mayor realeza” que los salvara de “la hidra de la indiferencia”. Algunos de ellos buscaban esos “cotos” en espacios alejados de la práctica política; otros creían que era saneando el ambiente político que se lograría mejorar el contexto. Cabrera Infante perteneció a los segundos.

Me llama la atención que a Caín apenas le interesó comentar el cine cubano. En su libro “Un oficio del siglo XX” todo lo que podemos encontrar es una incisiva reseña sobre “La rosa blanca” (1954), de Emilio “El Indio” Fernández, en la que no faltan párrafos de una agudeza extraordinaria, como cuando afirma: “Martí pudo haber sido un hombre amoroso, pero nunca podrá admitirse el equívoco que plantea la cinta, acerca de que lo único que le impedía lanzarse a la revolución era el amor de una o dos mujeres. Martí pudo haber sido un hombre singular, pero también un producto de su pueblo y de su época. Lo mencionado, o ha sido olvidado o trazado con ligereza en el film”.

Por esa misma época escribió junto a Gutiérrez Alea el argumento de un filme que este último siempre lamentó no haber realizado: “Cándido”. En esa historia (que Titón intentaría retomar con posterioridad con el nombre de “Inocencio Izquierdo”), el protagonista pretende romper el aislamiento de su pueblo, rodeado de ríos y montañas, creando un camino a través del cual se pudiera llegar a la civilización. Si bien al principio acomete ese desafío solo, más tarde tendrá que pedir ayuda a otros habitantes del poblado. Estos los apoyan, pero el entusiasmo es efímero. Inocencio (o Cándido) muere a mitad de su empeño, superado por las difíciles circunstancias. Los pobladores le erigen una estatua como un modo de recordar el esfuerzo, pero lejos de proseguir con lo iniciado, todos retornan a sus casas.

Guillermo Cabrera Infante fue una de los cinco o seis inquilinos del ¿quinto? piso del Edificio Atlantic que conformaron el núcleo primigenio del ICAIC. Esta institución surgió oficialmente el 24 de marzo de 1959, un día después que viera por primera vez la luz “Lunes de Revolución”, el suplemento que en los próximos dos años se convertiría en el principal adversario de la institución, y del cual Cabrera Infante era tal vez su animador principal. Antes de renunciar a su cargo en el Instituto, Caín llegaría a figurar como asistente de dirección de García-Espinosa en “Sexto aniversario”, y viajaría a México junto a Alfredo Guevara, con el fin de negociar una posible biografía hollywoodense de Fidel. Luego vino lo que todos conocemos. Las luchas por el poder cultural, en los que los de “Lunes” salieron derrotados. Después el paulatino desencanto, junto al creciente resentimiento. Hasta desembocar en una oposición explícita al gobierno que lo llevó a declararse “anticastrista” en 1968.

He utilizado para la cubierta del libro “Cine cubano de los sesenta: mito y realidad”, una foto donde aparecen, entre otros, Alfredo Guevara, Gutiérrez Alea, Fausto Canel, y Cabrera Infante. La foto es del año 1959. Concretamente de marzo de 1959. No es la mejor foto de Caín, pues de este solo se ve la mitad de su cara detrás de la mitad de unas gafas oscuras. De hecho, sé que es Caín porque me lo han dicho. Pero, ¿qué es una foto sino lo que uno al final quiere que sea?, ¿no es aquel que mira la instantánea quien termina concediéndole sentido a eso que se ve? Todas las fotos son falsas porque retratan solo aquello que es tangible, y la realidad, siguiendo con Borges, “siempre es invisible”.

Esto lo sabía mejor que nadie Guillermo Cabrera Infante, quien en su prólogo al ya clásico “Un oficio del siglo XX” se burló sin misericordia de la foto suya que aparece en el interior del libro. Ese párrafo es un depurado ejercicio literario que no tiene nada que envidiarle a las reflexiones de Susan Sontag sobre la fotografía, pero también una invitación a sospechar de todo aquello que permanece, en franco desacato a la naturaleza, inmóvil, como estatuas, en un papel.

Decía entonces Cabrera Infante: “Hay una foto de G. (como le llamábamos sus amigos, Caincito le decían las mujeres, hay otros nombres, pero sobre ellos es mejor tender un doble manto de discreción y silencio: pertenecen a la intimidad) que lo muestra tal cual es. Aparece sonriendo a carcajadas –si se me permite la expresión y no creo que hay quien no me la permita-, lleva espejuelos negros, en su cabeza un sombrero y sobre los hombros un poncho; está cortado contra una tendedera en la que hay ropa y es mediodía; a lo lejos, en una victrola, en un radio (la música tiene ese sonido de lluvia, de frituras de la música rayada por el tiempo y la insistencia) se oye una canción triste como la tarde. Ese es su vivo retrato: sólo le falta hablar (de hecho Caín estaba hablando hasta por los codos y oí cuando su codo izquierdo me dijo una obscenidad). Pues bien, todo es mentira: no hay foto más falsa”.

Juan Antonio García Borrero

Publicado el junio 25, 2008 en CINEASTAS EN LA DIÁSPORA. Añade a favoritos el enlace permanente. 1 comentario.

  1. Muy interesante tu testimonio juvenil sobre Guillermo Cabrera Infante. Gracias por darnos esta estampa de él. Te voy a mencionar en mi blog, ya que hoy mencionaré a Cabrera Infante, más bien G. Caín, en Acapulco.
    Saludos desde México

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