OTROS PUENTES EN LA OSCURIDAD

En la última sesión teórica del “Decimosexto Taller Nacional de la Crítica Cinematográfica”, celebrado en Camaguey, me sentí obligado a defender un par de criterios que estaba consciente podrían reportarme, una vez más, la triste reputación del “aguafiestas”.

En sentido general, el Taller me dejó una buena impresión, aunque eso tal vez sea lo menos importante, tomando en cuenta mi cercanía (sobre todo afectiva) a los organizadores. A lo largo de esos tres días de debates, sentí que las discusiones se enmarcaban dentro de ese tono al que alguna vez yo había aspirado desde este mismo blog, cuando suscribí aquello de que:

“(l)a “Historia” del cine cubano tiene que dejar de ser tradición controlada por unos pocos “expertos”, para transformarse en lección permanente del presente: en lección para uno mismo. Hablo de la urgencia de construir entre todos una “Historia” profunda (pudiera decir “fangosa”), que olvide por un rato el resplandor de neón siempre superficial de la pantalla, y retorne a los orígenes del hecho fílmico, dispuesta a indagar en las condiciones primeras de la producción, en los equipos utilizados por los camarógrafos, en las características del material fotográfico del que se hizo uso, en las iniciativas de los técnicos para mejorar el sonido, prácticas que contribuyeron a configurar todo un modo colectivo de representación y recepción de la realidad.

Lo que sugiero es la necesidad de una Historia que en vez de exaltar o descalificar al cine cubano en abstracto, como extensión de un diferendo simbólico, tome en cuenta a los seres humanos “concretos y finitos” que lo han hecho posible. Seres que, como todos los mortales, aman, odian, envidian, se pelean, subliman sus fantasías y/o frustraciones, hacen las paces o se mueren rumiando el rencor, y en el camino proyectan esas pasiones encontradas en lo que más tarde conocemos como “un filme”, que a su vez, pasa a formar parte de la cultura nacional”

Todo eso, y hasta un poco más, tuvimos en el Taller. La presencia del ingeniero de sonido José Galiño, y del camarógrafo Derbis Pastor Espinosa, ambos con una amplia experiencia en el cine cubano, y protagonistas directos de ese gesto fundacional, nos garantizó el conocimiento de una parte de esa “Historia” profunda o fangosa a la que tan ajenos nos sentimos buena parte de los críticos o historiadores, más atentos al soborno siempre seductor de la pantalla. Por otro lado, las exposiciones de los realizadores Enrique Pineda Barnet y Manuel Herrera, las actrices Mirtha Ibarra y Eslinda Núñez, el vicepresidente del ICAIC Pablo Pacheco, sirvieron de complemento (y no pocas veces contrapunteo), a las argumentaciones de Luciano Castillo, Desiderio Navarro, Mario Naito, Joel del Río, José Rojas Bez, Armando Pérez Padrón, Luis Álvarez Álvarez, Olga García Yero, Aida Bahr, y el que esto suscribe.

Creo que lo mejor del Taller estuvo allí: en la combinación de puntos de vistas contrapuestos, pero sobre todo en el respeto a esas diferencias de criterios, lo cual posibilita que, entre todos, podamos pensar en encontrar un punto de vista superior. Desde el ICAIC, es imposible ver el bosque, solo se ven los árboles; pero al que mira en la distancia le es necesario conocer qué ha pasado en el interior de ese bosque, por aquello que, de manera admirable, ya nos advertía Edward Sapir: “no podemos comprender totalmente la dinámica de la cultura, de la sociedad, de la historia, sin tener en cuenta antes o después, las relaciones reales entre los seres humanos”.

Pienso que el saldo de los encuentros fue beneficioso en la medida en que se garantizó un espacio aglutinante de ideas que, a primera vista, pudieran percibirse como irreconciliables, pero que uno termina descubriendo que forma parte de eso que se llama “realidad”, con todo lo que ella implica en términos de conflictos y paradojas. Eso funcionó tan bien, que hacia los finales sentí que esa armonía intelectual y espiritual nos llevaba, en las postrimerías, hacia un consenso artificial que otra vez colocaba al “pasado” en una urna histórica, imposible de desacralizar.

Lo que despertó en mí la prevención (y con ello la vocación de “aguafiestas”) fue el uso indiscriminado (otra vez), de adjetivos que pugnaban por devenir argumentos. En menos de treinta minutos, según lo que anoté, levitaron en el local sentencias como éstas: “década prodigiosa”, “etapa dorada”, “período deslumbrante”. No es que me oponga a considerar al cine cubano de los sesenta como un movimiento cultural fecundante; lo que me preocupa es que al concederle el carácter de “prodigiosa” a esa década se esté condenando a todo lo que viene detrás como algo “regresivo”. De acuerdo a ese criterio (que más que argumento, es una etiqueta) todos los que miremos esa época desde nuestra altura histórica, estaremos condenados a comportarnos como meros epígonos de aquellos padres fundadores que ya diseñaron en su mente el mejor de los mundos posibles.

Mi manera de defender el legado de quienes iniciaron el camino, acaso sea más discutible, más polémica, pero al menos aspiro a que no sea ingenua. Esa obra (entendida no en términos de películas puntuales, sino de un conjunto de acciones que van desde la producción de filmes hasta el fomento de los cine-móviles y el ejercicio público del debate) fue tan potente que, aun hoy, nos intimida la idea de superarla.

Su grandeza está en que nos dejó un montón de imperfecciones que, de habernos propuesto superarlas, hoy tendría al cine cubano que se hace por estas fechas en la vanguardia del mapa audiovisual del continente. Porque no se trata solamente de que el cine sea caro, y por ello mismo, casi un lujo para países pobres y subdesarrollados, sino de estrategias arruinadas por la acción misma de los hombres. Cuando esas estrategias se dejan de “pensar” de manera colectiva, el accionar físico del individuo (del cineasta), termina representando, o un grito aislado que nadie atiende, o algo que repite de manera dócil aquello que previamente se espera escuchar.

Por eso es que no me interesan los sesenta como museo, y sí como pretexto crítico que tal vez posibilite encontrar un puente que, en medio de la oscuridad, nos ligue al presente, y contribuya a adentrarnos con menos incertidumbre en el futuro. Yo particularmente no creo en el mito de “un origen” único. Los orígenes son múltiples, y se van superponiendo, como si de un palimsepto se tratara, de acuerdo a los sucesivos poderes que van haciendo visibles sus aportes, y minimizando los de los otros. Es preciso, pues, dejar a un lado la fascinación unilateral: ahora mismo, en diversos puntos de la isla, y fuera de ella, se están originando “cosas” que por el momento ignoro, pero que tal vez dentro de veinte o treinta años alguien llamará “prodigioso”.

Para entonces, ese “alguien” (seguramente joven, muy joven) tal vez tenga la posibilidad de organizar un Taller como este, y estudie todo lo que ahora mismo está sucediendo con el audiovisual de los nuevos realizadores bajo la etiqueta de “década prodigiosa”, atendiendo otra vez al mito de lo fundacional, en este caso, dadas las evidencias de que vivimos una época de transición en la cual el cine cubano le cede el protagonismo a lo digital.

Seria bueno que para esa fecha los jóvenes de entonces (que ya no serán los jóvenes de ahora) revisaran algunas de las argumentaciones que se hicieron por estos días. Notarán que en estos asuntos hay casi una regla invariable: los verdugos de hoy siempre terminan juzgados por los verdugos de mañana, que a su vez, serán juzgados por los verdugos de pasado mañana. Si por lo menos aspiráramos a que esto fuera algo mas útil que una carrera con obstáculos donde el baton que se intercambia es un cuchillo, habrá que pensar en una tradición que nos permita fundar una dinámica menos estéril que esa que lo único que disfraza es el ajusticiamiento por relevos generacionales. El matadero como meta.

De allí que no viniera tan mal tener en cuenta parte del testamento moral que se escucha en las postrimerías del filme “La anunciación”, de Enrique Pineda Barnet, estrenado en la noche de apertura del Taller: “Ámense, sobre las diferencias, pues no hay mayor amparo que nosotros mismos”.

Juan Antonio García Borrero

Publicado el marzo 16, 2009 en REFLEXIONES. Añade a favoritos el enlace permanente. Deja un comentario.

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